Mircea Elíade acuñó el término
hierofanía para referir la manifestación de lo sagrado aplicada a objetos
diversos: una montaña, un árbol o un caliz. Elíade observará al respecto, que el concepto
no está determinado por la religión o una cultura en particular sino que una
hierofanía se produce cuando la experiencia de lo sagrado se reconoce como una
realidad distinta de la empírica (en el sentido de "mundana"). Así
pues, si una piedra expresa un poder superior y sobrenatural, revela al hombre
un modo de ser absoluto y diferenciando el espacio profano que lo rodea, ya que
una de las funciones de la hierofanía es precisamente, separar los objetos sagrados
de los profanos.
Lo sagrado natural
La devoción a lo sagrado es una
dimensión esencial de la espiritualidad cristiana. En las religiones naturales
lo sagrado tiene una importancia fundamental; pero no sería posible hallar
entre ellas un concepto unívoco. El sagrado-religioso, el sagrado-mágico o el
sagrado-tabú presentan significaciones muy diversas, con sólo algún punto común
de analogía. Sin embargo, podemos apreciar algunas constantes en las
sacralidades paganas.
Las cosas sagradas son criaturas
-piedra, monte, bosque, fuente- que, al menos en las altas religiones, ajenas a
la idolatría, no se confunden con la Divinidad, sino que la manifiestan y
aproximan. Y es Dios quien instituye lo sagrado, es él quien elige y consagra
de alguna manera una criatura del mundo visible. Quizá en una hierofanía
espectacular, o por una tradición oscura de misterios ancestrales, una cosa, un
día, un lugar, una persona, queda asociada ciertamente por Dios a su poder
sobrenatural. El hombre, pues, no causa o fabrica las sacralidades, sino que
las descubre, las reconoce, las venera.
Hay sacralidades de contacto -una
piedra que se besa, una persona que impone las manos, una fuente de la que se
bebe-, y hay sacralidades de distancia, que no se deben mirar, no se pueden
tocar, ni a veces se pueden pronunciar; o sólo unos pocos las pueden mirar,
tocar, decir.
Ya se ve, pues, que lo sagrado no
puede decirse unívocamente del paganismo, del judaísmo y del cristianismo; cosa
que, por lo demás, sucede con casi todas las categorías religiosas -Dios,
sacrificio, altar, sacerdote, oración, expiación, pureza-. Sin embargo, hay una
continuidad entre lo sagrado-natural y lo sagrado-cristiano, que pasa por la
transición de lo sagrado-judío, por supuesto. En efecto, la gracia viene a
perfeccionar la naturaleza, a sanarla, purificarla y elevarla, no viene a
destruirla con menosprecio. Por eso mismo el cristianismo viene a consumar las
religiosidades naturales, no a negarlas con altiva dureza. Hay, pues,
continuidad desde la más precaria hierofanía pagana hasta la suprema epifanía de
Jesucristo, imagen perfecta de Dios; desde el más primitivo culto tribal hasta
la adoración cristiana «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).
Lo sagrado judío
La Biblia nos muestra cómo Yavé
mismo constituye en Israel un orden de sacralidades completo, con fiestas,
sacerdocio, lugares, sacrificios, Escrituras, templo. El mismo pueblo de Israel
es ya un pueblo sagrado entre las naciones (Gén 12,3; Ex 19). Y en esta esfera
sacral hay grados: por ejemplo, en el Templo -como en anillos concéntricos-
tienen una sacralidad diversa el atrio de los gentiles, la zona de las mujeres,
de los hombres, de los sacerdotes y, finalmente, el Santo y el Santísimo. De
todos modos, en Israel lo sagrado es siempre una criatura especialmente
vinculada al Santo, a Yavé. Nunca se confunde en el judaísmo el Santo, que es
uno, con las múltiples sacralidades que le manifiestan y aproximan a su pueblo.
Hay, sin embargo, en el judaísmo
ciertos rasgos sacrales propios de las religiones primitivas, como lo
sacro-intocable: el Arca, por ejemplo, establecida en la Tienda, fuera del
campamento, que nadie, sino los elegidos para ello, puede tocar sin morir (2
Sam 6,7; +Ex 19,12-13; 26,33; 33,18-23). En cambio, en Israel no hay espacio
religioso ni para los ídolos, ni para la magia (Is 44). Sólo Yavé es el Santo,
el Altísimo, cuya majestad transciende a toda criatura, y supera incluso toda
sacralidad: su Gloria no cabe ni en el Templo de Sión (1 Re 8,10.27). Es
preciso, pues, reconocer que, en comparación con las religiones extrabíblicas,
la sacralidad judía es de una maravillosa pureza.
Lo sagrado cristiano
Ahora, en la Iglesia, la
humanidad de Jesucristo es el sagrado absoluto. En él coinciden de forma única
el Santo y lo sagrado: es Dios y es hombre, y como hombre es el Ungido, el
Elegido de Dios (Lc 1,35;23,35). Todas las sacralidades judías, con ser tan
venerables, están definitivamente superadas -es el tema de la carta a los
Hebreos-. Cristo es ahora el Templo, la fuente de todo un orden nuevo de
sacralidades: las nuevas Escrituras sagradas, el sagrado ministerio sacerdotal,
la sagrada eucaristía, los sacramentos, los sagrados concilios y cánones
disciplinares...
Y en medio del mundo, la Iglesia
es sagrada, puesto que es «el sacramento admirable» (SC Sb), el «sacramento
universal de salvación» (LG 48; GS 45; AG 1). Verdad es que Cristo derribó el
muro que separaba paganos de judíos para hacer un Pueblo único (Ef 2,14 15);
pero, aun después de Cristo, no puede establecerse una yunta desigual entre
creyentes e infieles (2Cor 6,14 18). Para reunirlos, justamente, ha establecido
Jesucristo «un ministerio sagrado en el Evangelio de Dios» (Rm 15,16). Esta es
la misión en el mundo de la Iglesia-Sacramento.
Observemos también que en la
Nueva Alianza lo sagrado cristiano ayuda a «adorar al Padre en espíritu y en
verdad» (Jn 4,24). Estas palabras de Jesús no pretenden, pues, despojar al
culto cristiano de toda expresión sensible y ritual; más bien significan que el
viejo culto ya no vale -ni en el monte Sión, ni en el Garizzim-; y que en
adelante se ofrecerá al Padre por Cristo una liturgia nueva bajo la acción del
Espíritu Santo.
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