lunes, 9 de junio de 2014

Lo Sagrado

Mircea Elíade acuñó el término hierofanía para referir la manifestación de lo sagrado aplicada a objetos diversos: una montaña, un árbol o un caliz.  Elíade observará al respecto, que el concepto no está determinado por la religión o una cultura en particular sino que una hierofanía se produce cuando la experiencia de lo sagrado se reconoce como una realidad distinta de la empírica (en el sentido de "mundana"). Así pues, si una piedra expresa un poder superior y sobrenatural, revela al hombre un modo de ser absoluto y diferenciando el espacio profano que lo rodea, ya que una de las funciones de la hierofanía es precisamente, separar los objetos sagrados de los profanos.

Lo sagrado natural
La devoción a lo sagrado es una dimensión esencial de la espiritualidad cristiana. En las religiones naturales lo sagrado tiene una importancia fundamental; pero no sería posible hallar entre ellas un concepto unívoco. El sagrado-religioso, el sagrado-mágico o el sagrado-tabú presentan significaciones muy diversas, con sólo algún punto común de analogía. Sin embargo, podemos apreciar algunas constantes en las sacralidades paganas.

Las cosas sagradas son criaturas -piedra, monte, bosque, fuente- que, al menos en las altas religiones, ajenas a la idolatría, no se confunden con la Divinidad, sino que la manifiestan y aproximan. Y es Dios quien instituye lo sagrado, es él quien elige y consagra de alguna manera una criatura del mundo visible. Quizá en una hierofanía espectacular, o por una tradición oscura de misterios ancestrales, una cosa, un día, un lugar, una persona, queda asociada ciertamente por Dios a su poder sobrenatural. El hombre, pues, no causa o fabrica las sacralidades, sino que las descubre, las reconoce, las venera.

Hay sacralidades de contacto -una piedra que se besa, una persona que impone las manos, una fuente de la que se bebe-, y hay sacralidades de distancia, que no se deben mirar, no se pueden tocar, ni a veces se pueden pronunciar; o sólo unos pocos las pueden mirar, tocar, decir.

Ya se ve, pues, que lo sagrado no puede decirse unívocamente del paganismo, del judaísmo y del cristianismo; cosa que, por lo demás, sucede con casi todas las categorías religiosas -Dios, sacrificio, altar, sacerdote, oración, expiación, pureza-. Sin embargo, hay una continuidad entre lo sagrado-natural y lo sagrado-cristiano, que pasa por la transición de lo sagrado-judío, por supuesto. En efecto, la gracia viene a perfeccionar la naturaleza, a sanarla, purificarla y elevarla, no viene a destruirla con menosprecio. Por eso mismo el cristianismo viene a consumar las religiosidades naturales, no a negarlas con altiva dureza. Hay, pues, continuidad desde la más precaria hierofanía pagana hasta la suprema epifanía de Jesucristo, imagen perfecta de Dios; desde el más primitivo culto tribal hasta la adoración cristiana «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).

Lo sagrado judío

La Biblia nos muestra cómo Yavé mismo constituye en Israel un orden de sacralidades completo, con fiestas, sacerdocio, lugares, sacrificios, Escrituras, templo. El mismo pueblo de Israel es ya un pueblo sagrado entre las naciones (Gén 12,3; Ex 19). Y en esta esfera sacral hay grados: por ejemplo, en el Templo -como en anillos concéntricos- tienen una sacralidad diversa el atrio de los gentiles, la zona de las mujeres, de los hombres, de los sacerdotes y, finalmente, el Santo y el Santísimo. De todos modos, en Israel lo sagrado es siempre una criatura especialmente vinculada al Santo, a Yavé. Nunca se confunde en el judaísmo el Santo, que es uno, con las múltiples sacralidades que le manifiestan y aproximan a su pueblo.

Hay, sin embargo, en el judaísmo ciertos rasgos sacrales propios de las religiones primitivas, como lo sacro-intocable: el Arca, por ejemplo, establecida en la Tienda, fuera del campamento, que nadie, sino los elegidos para ello, puede tocar sin morir (2 Sam 6,7; +Ex 19,12-13; 26,33; 33,18-23). En cambio, en Israel no hay espacio religioso ni para los ídolos, ni para la magia (Is 44). Sólo Yavé es el Santo, el Altísimo, cuya majestad transciende a toda criatura, y supera incluso toda sacralidad: su Gloria no cabe ni en el Templo de Sión (1 Re 8,10.27). Es preciso, pues, reconocer que, en comparación con las religiones extrabíblicas, la sacralidad judía es de una maravillosa pureza.

Lo sagrado cristiano

Ahora, en la Iglesia, la humanidad de Jesucristo es el sagrado absoluto. En él coinciden de forma única el Santo y lo sagrado: es Dios y es hombre, y como hombre es el Ungido, el Elegido de Dios (Lc 1,35;23,35). Todas las sacralidades judías, con ser tan venerables, están definitivamente superadas -es el tema de la carta a los Hebreos-. Cristo es ahora el Templo, la fuente de todo un orden nuevo de sacralidades: las nuevas Escrituras sagradas, el sagrado ministerio sacerdotal, la sagrada eucaristía, los sacramentos, los sagrados concilios y cánones disciplinares...

Y en medio del mundo, la Iglesia es sagrada, puesto que es «el sacramento admirable» (SC Sb), el «sacramento universal de salvación» (LG 48; GS 45; AG 1). Verdad es que Cristo derribó el muro que separaba paganos de judíos para hacer un Pueblo único (Ef 2,14 15); pero, aun después de Cristo, no puede establecerse una yunta desigual entre creyentes e infieles (2Cor 6,14 18). Para reunirlos, justamente, ha establecido Jesucristo «un ministerio sagrado en el Evangelio de Dios» (Rm 15,16). Esta es la misión en el mundo de la Iglesia-Sacramento.

Observemos también que en la Nueva Alianza lo sagrado cristiano ayuda a «adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Estas palabras de Jesús no pretenden, pues, despojar al culto cristiano de toda expresión sensible y ritual; más bien significan que el viejo culto ya no vale -ni en el monte Sión, ni en el Garizzim-; y que en adelante se ofrecerá al Padre por Cristo una liturgia nueva bajo la acción del Espíritu Santo.


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